Helena ordena las camisas con desgana mientras piensa que esta será su última mudanza. A sus casi cuarenta años, al fin se ha comprado una casa ella sola para vivir con su hijo. Y además lo ha hecho en un nuevo barrio, al otro extremo de la ciudad, alejada de todo lo que puede ocasionarle un mal recuerdo.
A veces se siente vieja, otras radiante, la mayor parte de las veces cansada, pero está tan acostumbrada a reconstruirse que sabe que las cosas vienen y van. Su padre le dijo un día que nunca mirase hacia atrás y, si lo hacía, solo podría ser para coger impulso. En sus momentos bajos, que son muchos, recuerda esas palabras como recuerda otras muchas de su pasado.
Hace diez años falleció el gran amor de su vida. Los que tiene su hijo. No llegaron a conocerse, aunque ella sabe que se habrían adorado. Una dura y larga enfermedad lo arrebató de cuajo de su lado abandonándola con un embarazo casi a término. Rezó, invocó y suplicó porque tuviese la oportunidad de ver a su niño, pero nadie se la dio. Y Román se fue en silencio, tranquilo y sin ese dolor que le había acompañado durante los dos últimos meses.
«No debo ser injusta…, él nunca quiso dejarme, me amaba de verdad. Cuando pienso en si alguien volverá a hacerlo alguna vez, intento saborear el amor que él me tenía. No de modo empalagoso, sino presente. Era una persona con la que nunca te sentías sola, aun estándolo. Esa sensación que no he vuelto a tener jamás».
Tras su pérdida, Helena pasó unos años duros, extremadamente difíciles al principio, para convertirse en llevaderos y hasta placenteros con el transcurso del tiempo. A los cinco años y, gracias a una compañera de trabajo, conoció a Pedro. Lo primero que pensó fue que tenía un nombre que no le hacía justicia. Y encima era Pedrito para sus amigos. Tenía una gran mata de pelo negro. «Igual que Román cuando lo conocí», pensó Helena. En este tiempo ella había tenido algún escarceo, nada serio. Su trabajo y su niño le ocupaban tantas horas y estaba siempre tan cansada que tenía poco tiempo de ocio. Sin embargo, Pedro la atrajo desde un primer momento. Quedaron, cenaron, se enamoraron y proyectaron un futuro. Él la alabó, la sobrevaloró, destacó su valentía y su mérito por criar a un hijo sola. Helena pensó que la suerte le sonreía… al fin. Lo merecía.
Nunca, ni en la peor de las pesadillas, Helena pudo llegar a pensar que ese hombre educado, amable y aparentemente cariñoso con su hijo se convirtiese en su antagónico. Temperamental y colérico, capaz de escupir por su boca los insultos más desagradables y soeces que Helena jamás pudo imaginar.
Y ella, una persona autosuficiente, solvente, rehecha en mil desgracias, cálida y amiga de sus amigas, se transformó en una mujer emocionalmente dependiente de ese hombre. Aceptó, toleró y consintió sus insultos, sus idas y venidas, sus súplicas de perdón… Y se convirtió, sin más, en una mujer maltratada, sin que nadie supiese jamás que lo era, salvo ella.
Los primeros cinco años desde la muerte de Román fueron de dolor y lucha. Estos cinco últimos de incertidumbre y de ansiedad. Terapeutas que no lograban retenerla para una segunda sesión cuando le decían mirándola a los ojos que sufría maltrato. Llamadas al 016 para escuchar de voz de la operadora que era una mujer maltratada y seguidamente colgar.
Un día sí y otro también pensaba que no podría ganar esta batalla, pero ella, curtida en otras muchas, sentía en lo más profundo de su espíritu que no la debía perder. Por su padre, por su hijo, por Román, pero sobre todo por ella.
Y una mañana temprano, su niño, el que nunca tuvo la oportunidad de conocer a su padre, el que aceptó sin reproches que Pedro ejerciese como tal, el que adoraba a su madre por encima de todo, el niño responsable y tranquilo, su gran orgullo, le dijo que había escuchado las palabras que le había gritado Pedro la noche pasada. Que no quería hacerlo, pero no podía dormir, y a él no le gustaba que le hablase así. Que le gustaría ser mayor para decirle que no lo hiciese más, pero ahora no podía… Le daba miedo que también lo insultase a él.
Y Helena, sin saber muy bien cómo, le pidió a Pedro que se fuese. Y él se rio, pensando que sería una vez más de tantas, para luego insultarla con esos descalificativos que casi conocía de memoria. Esa tarde miró al cielo y pensó en el gran hombre de su vida: su padre. Y sonrió. También pensó que Pedro debería cambiar su discurso. Ese ya le aburría.
Su marcha fue un infierno, pero mucho menos duro que el vivido. Decidió cambiarse de casa y comprar unos muebles nuevos, romper todo vínculo con ese hombre. Y aunque Pedro continuó acosándola, una orden de alejamiento le paró los pies. «Pero, Helena ―le decían sus amigas―, cómo es posible que hayas tenido que denunciarlo…». Eso le resultó fácil. Lo difícil fue abandonarle. Jamás, recuerda Helena, pensó que sería capaz de hacerlo. Pero lo hizo. Y no fue por una discusión peor o mejor que las últimas ni por un insulto nuevo o de diferente color… Fueron los ojos de su hijo, de ese color avellana heredado de su padre, los que hablaron con más fuerza que nunca.
Decidió reconstruirse una vez más, que no hay mal que cien años dure. Y cuando su hijo la miró con cariño en su nueva casa y le dijo que no le importaba levantarse una hora antes para atravesar toda la ciudad desde su nuevo barrio al colegio, Helena sintió que lo mejor todavía estaba por llegar.
Y mientras sigue ordenando su armario, mira hacia el futuro, sola, pero no hay nada peor que la soledad estando acompañada. Y de eso ella sabe mucho.