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Conducía el coche con desgana. A donde iba poco ya importa. No me encontraba especialmente bien. Sólo pensaba en que acababa de dejar a mi hijo pequeño en el aeropuerto para pasar unos días con su padre. 

Absorta en estos y otros pensamientos, frené casi de golpe en el paso de peatones y maldije mi suerte por lo que tardaría en arrancar de nuevo. Una excursión escolar cruzaba alborotada. Me fijé en las niñas, siempre con buen paso y cogidas de la mano, y luego en los niños, divertidos y charlatanes. Y sonreí. Pensé en su felicidad mientras los veía desfilar uno tras otro, entre los gritos de sus profesores.

Y de repente lo vi. Solo, entre el grupo. El uniforme grande o quizás su talla en un cuerpo demasiado delgado. Su tez, muy pálida, y su inconfundible cabeza, sin pelo. Maldita señal. Siempre delatora. Cruzó delante de mí, con paso tranquilo y mirada ausente. Y me enfadé. Él era el único que iba solo, sin un compañero que le cogiese la mano o que le contase los últimos cromos de su álbum. Seguro que no respondía a nada malintencionado, pero me molestó. Giré la cabeza por la ventanilla  y, en un segundo, nuestras miradas se cruzaron. Nos sonreímos y su delgada manita blanca me saludó. 

Mientras le respondía todo lo efusivamente que pude, pensé en sus padres, en su lucha, en su vida, en la mía, en la de mi hijo y lloré. El claxon del coche de atrás y los aspavientos de su conductor me devolvieron a la realidad. Perra vida, pensé.

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