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¿Lo he soñado o realmente lo he visto? Sí, era él. ¿O no? Tras acelerar, tengo la gran suerte de no tener que volver a parar hasta que un semáforo en rojo me obliga. He debido recorrer unos dos kilómetros y es entonces cuando intento desviar la mirada hacia el espejo retrovisor. No puedo hacerlo y me miro yo. Me veo con otro rostro. El de antes. El del miedo. El de la cobardía. No, por favor, no puedo permitírmelo…

Llego al trabajo e intento concentrarme como puedo. Miro el móvil compulsivamente hasta que decido guardarlo en el bolso.  Aplazo una comida y almuerzo algo rápido, con desgana, en la cafetería de la oficina para poder salir antes. No puedo evitar mover la cabeza de un lado a otro desde desde el taburete en el que estoy sentada. No seas paranoica, me digo a mí misma. Pero aún así, salgo antes de mi horario con la excusa de un asunto personal. Un pequeño atasco me obliga a estar más de media hora parada e intento relajarme con algo de música clásica. Pienso en llamar a alguna amiga pero, sin haber terminado todavía el pensamiento, lo descarto de inmediato. No quiero preocupar a nadie, no todavía… Pero ¿no es motivo suficiente haberlo visto en el colegio de mi hijo? ¿Y si fue casual? No, Helena, no vuelvas a cometer los mismos errores. No busques justificaciones. Ya no.

Entro en casa. Tengo todavía una hora antes de que llegue Manuel. Preparo un baño caliente y me sirvo una copa de vino. Ya desnuda, me miro en el espejo y me repito una y otra vez las frases de siempre. No, Helena, se acabó. No volverá a entrar jamás. Yo ya dije basta y lo repetiré hasta la saciedad. No hay más. No puedo tener miedo, nunca. Él ya es un espectro. Ya hice lo más difícil. ¿O no?

Salgo de la bañera, me visto y me pongo otra copa de vino.

Suena el teléfono. No conozco el número. No voy a coger… ¿por qué no? No tengo miedo… ¿y si ha pasado algo con Manuel? ¿Y si me llama desde el teléfono de algún compañero de baloncesto?

Aprieto el botón verde con firmeza. Reconozco que las dos copas de vino me han envalentonado. No he pronunciado todavía un «sí» o un «hola» cuando escucho una respiración profunda y larga.

⏤Helena, soy yo, ¿podemos hablar?

Es él con su inconfundible voz. Ese tono de conquistador desfasado que un día me engatusó. Esa voz, ahora dulce y antes fuerte, capaz de escupir miseria tras miseria. De un cobarde siempre parapetado tras una falsa fachada.

Cuelgo de inmediato y marco sin dudar el número de mi abogada:

⏤Miriam, ha vuelto.

Me tiemblan las piernas.

 

 

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