Lo intentó de todas las maneras posibles.
Primero con un grito que el viento alisio ahogó.
Luego se quitó el sombrero de rafia, y lo movió con fuerza.
Y ya, al límite de su paciencia, decidió agitar la sombrilla.
Él la observaba detrás de una cerveza, a la sombra de un gran parasol, a una distancia prudencial.
Era él a quien llamaba, pero hacía mucho tiempo que ya no reconocía esa voz.
Ausente. Tranquilo. Y sobre todo feliz.