La madre de Irene no es como las demás. Se da cuenta la primera vez que la escucha decir que nunca debería haberla tenido. Solo tenía siete años. Palabras que un niño no debería escuchar jamás. Así que tuvo que aprender a vivir con este y otros muchos reproches pues, al fin y al cabo, era su madre y, como ella se encargaba de recordarle, la única que no la había abandonado.
A través de sus recuerdos, conoceremos su difícil infancia en un hogar muy vulnerable y, aún así, seremos capaces de esbozar una sonrisa hasta en los momentos más dramáticos, gracias a su tierna inocencia. Solo será cuando Irene se convierta en adolescente, y más tarde en adulta, cuando decida seguir su camino sin mirar atrás y recuperar el control de su vida.
A pesar de que la autora nos describe un hogar en donde los niños tienen que madurar muy rápido y asumir un papel que no les corresponde, Libella huye de cualquier atisbo de dramatismo y autocompasión. Es una historia tierna y conmovedora, pero llena de esperanza y fuerza de voluntad.
Es una lucha permanente para que las hijas que han sufrido el abuso emocional de madres egoístas sean capaces de reivindicar una vida propia, dejar que las heridas cicatricen y, sobre todo, no cometer sus mismos errores.