¿Qué miras, viejuna?

Un día más, me desperté antes de que sonase la alarma. Me levanté con desgana y, arrastrando los pies, me dirigí al baño. Me miré en el espejo. Y lo que vi no me gustó. Es más, me horrorizó. Las ojeras, más marcadas que otros días (eso del sueño reparador hacía mucho tiempo que no me acompañaba). Unos surcos profundos alrededor de la boca. Eso sí. Perfectamente simétricos. Pensé que podrían estar casi trazados y que la naturaleza no lo había hecho tan mal, a pesar de todo, al dibujarlos tan bien.

¡Y qué pelo! Pero como era posible que mi peluquero me hubiese engañado para ponerme ese color… Las mujeres no envejecen, Claudia, se vuelven rubias, me dijo con voz convincente. Y yo, enfrascada en la trivial lectura de una revista, asentí y permití que me pusiese un color amarillo plátano.

Pero lejos de caer en el desánimo, seguí con mi rutina. La ducha me sentó bien, así que con un poco más de entusiasmo, elegí un correcto traje de chaqueta con una blusa blanca bordada. Me enfundé unos tacones y tomé un buen café. Me maquillé ligeramente y me peiné como pude. El espejo me recordó que había mejorado un poco desde la última vez que me había mirado, hacía escasamente 15 minutos. ¡Ay, menos mal que todavía quedan espejitos mágicos!

¡Bien Claudia!, los 50 son los nuevos 40, me dije. Cogí mi bolso y salí con paso decidido, no sin antes repasar todo mi ritual de manías matutinas: revisar todas las luces, comprobar que el grifo no goteaba, cerrar la puerta con fuerza y un sinfín de cosas más.

Caminé hacia el garaje. Justo en la entrada había dos chicos, de no más de 16 años. Llevaban uniforme de colegio religioso y cargaban sendas mochilas. La mañana era fresca, pero ellos estaban en manga corta. Bendita juventud, pensé, que nunca tiene frío. Fumaban un porro con aire ausente. Les miré sin decir nada, pero mi cara les debió de parecer un verdadero cuadro. Sentí una mirada hostigadora así que aceleré el paso, pero con tiempo suficiente para escuchar.

– ¿Qué miras, viejuna? ¿Te da envidia?